domingo, 28 de noviembre de 2010
Entre la vida y la palabra
Quizá por esta lealtad al intento de plasmar la vida misma, Faulkner tiene la capacidad de evidenciar aquellos usos del lenguaje que instauran una división brutal entre la vida y la palabra. Hay ocasiones en las que el lenguaje, en vez de ser ese instrumento poderoso capaz de asir los mas hondos misterios de nuestra propia existencia, se convierte en cambio en una especie de afrenta que trae consigo una inmensa sensación de vacuidad. La brecha que puede llegar a separar a la palabra de su verdadero significado, es decir la grieta que a veces existe entre el lenguaje y el sentido real que éste debería ostentar para el alma humana, es magníficamente plasmada por Faulkner en el monólogo de Addie en su novela Mientras Agonizo.
El monólogo de Addie me permitió comprender cuál es el motivo que echa a andar no sólo a los personajes sino a la trama misma de esta novela. Lo que me resulta intensamente conmovedor en el estilo de Faulkner es que él no busca que el relato acerca de lo que les ocurre a los hijos y al esposo de Addie en su travesía hacia Jackson se convierta en una historia coherente y comprensible. Faulkner se compromete ante todo con la intención de plasmar los pensamientos y las emociones que cada uno de ellos tiene a lo largo de este viaje mortuorio hacia Jackson. Al otorgarles voz a su personajes, Faulkner es un incontestable cómplice del alma humana. Un cómplice cuyos escritos se convierten en legados que evidencian las impetuosas corrientes que muchas veces agitan nuestra existencia. Así, el alma, siempre fiel a sí misma, queda plasmada a través de la palabra de manera honesta, aturdidora, sagaz, amoral, compleja e instintiva.
Transcribo fragmentos del monólogo de Addie en el que esta mujer logra delatar, con esa misma honestidad y sagacidad a la que acabo de hacer referencia, las grietas que muchas veces se instauran entre la vida y la palabra.
Cuando el niño nació, comprendí que la palabra "maternidad" ha tenido que ser inventada por alguien que, por lo que fuera, la precisaba para el caso; y que a los que de verdad han tenido hijos, nunca se les ha podido ocurrir preocuparse de si esa palabra existía o dejaba de existir. Comprendí que la palabra "miedo" ha tenido que ser inventada por alguien que jamás lo ha pasado, y la palabra "orgullo" por alguien que nunca lo ha sentido
(...) También él tenía una palabra. Amor, como solía decir. ¡Pero estaba yo tan harta de palabras! Yo bien sabía que era como todas las otras cosas: ni más ni menos que un roto para un descosido; que, llegada la hora de la verdad, de tan poco os sirve esa palabra como las demás, ya sean "orgullo" o "miedo"
(...) Así que cuando Cora Tull vino a decirme que yo no era una madre como es debido, pensé que las palabras ascienden derechas como una tenue línea, ligera e inofensiva, mientras que los hechos se arrastran horriblemente pegados al suelo, de forma y manera que, al poco rato, no hay modo de pisar a un tiempo esas dos líneas por mucho que uno se espatarre. Y también que pecado, amor y miedo no son sino palabras que quienes ni pecaron, ni amaron, ni temieron jamás utilizan para eso que no tienen ni tendrán, hasta que se olviden de las dichosas palabras.
Me reconvenía Cora por lo que les debía yo a mis hijos, a Anse y a Dios. He sido yo quien le ha dado a Anse los hijos. Yo no los he pedido. Por no pedir, ni siquiera le he pedido lo único que de verdad podía darme: lo que no fuese él
(...) Y después murió. No sabía que estaba muerto. Yo me acostaba a su lado en medio de la oscuridad, oyendo a la tierra oscura que ensalzaba el amor de Dios y su belleza y su pecado; oyendo la oscura mudez en que las palabras son los hechos, y oyendo también esas otras palabras que no son hechos, que son solo los huecos de lo que le falta a la gente, y que nos caen desde lo alto como los graznidos de los patos, como esos gritos que descendían desde la salvaje oscuridad en las noches terribles de antaño, balbuciendo torpemente en busca de los hechos, como huérfanos a los que se les indicasen dos rostros en medio de una multitud y se les dijera: "Aquel es tu padre; aquella, tu madre".
lunes, 18 de octubre de 2010
Ansiedades femeninas
El pionero en este tema fue Freud, por supuesto. Con la descripción de la etapa fálica y de las ansiedades ocasionadas por el Complejo de Edipo nos permitió empezar a vislumbrar que, en determinado momento del desarrollo no existe para el niño, al menos no de manera manifiesta, la concepción del cuerpo de la mujer como un cuerpo esencialmente diferente al masculino, sino como un cuerpo "castrado" es decir, como un cuerpo al que le quitaron el pene.
Al evidenciar este tipo de fantasías Freud permtió vislumbrar no sólo algo sobre la sexualidad masculina sino también sobre la femenina, en el sentido en que descubrió que las niñas tienen, a su vez, fantasías que se reúnen bajo el amplio espectro de lo que se conoce con el nombre de complejo de castración. Tales fantasías develaron que, durante ciertas etapas de su desarrollo psicosexual, las niñas se viven a ellas mismas y a sus madres como seres castrados, es decir como seres a los que les falta lo que el otro sexo sí tiene y no como mujeres con un cuerpo diferente y diferenciado del cuerpo del hombre.
Personalmente, desde la primera vez que supe de la existencia de estas fantasías sexuales infantiles me pareció extremadamente interesante este territorio, descubierto por Freud, en el que se entrecruzan geografías anatómicas y cartografías inconscientes. Sin embargo, sentí también que, aunque Freud había estado en capacidad de descubrir un territorio esencial de la mente humana, no había podido trazar el mapa que me llevara hacia algo mío, algo íntimo que se escondía entre mis piernas.
Recrear la posibilidad de haber llegado a experimentar mi propio complejo de castración no me resultaba extraño. De hecho, puedo recordar nítidamente un momento de mi vida en el que fantaseé con tener un pene, y sin embargo algo aterrador, inconmensurablemente angustioso acerca de mi propia sexualidad no quedaba expuesto, ni salía a la luz con estas recreaciones freudianas.
Unos años después tuve la fortuna de encontrarme con los trabajos de Melanie Klein. Fue realmente un alivio oír una voz que por fin me hablara del temor que todas aquellas zonas ocultas de mi cuerpo podían llegar a producirme. Partes de mi cuerpo que, a diferencia del cuerpo del hombre, yo no podía ver ni mucho menos sentir con la vigorosidad que deben sentir los niños sus órganos sexuales cuando atraviesan esta etapa de ansiedades edípicas.
Con su trabajo clínico, Melanie Klein rescató mis entrañas y al hacerlo me rescató de mis entrañas. Volvió fantasías psíquicas inconscientes temores que yo sentía en una parte tan oculta de mi cuerpo, que casi parecerían temores insubstanciales. Sus investigaciones me permitieron vislumbrar un terreno realmente escondido hasta entonces respecto a la cartografía femenina. Esta psicoanalista, sin negar la existencia de temores tales como los descritos por Freud, enfatizó que, a diferencia de lo que pensaba el padre del psicoanálisis, el gran temor femenino no residía en la fantasía de ser seres castrados sino en la posibilidad de llegar a tener un cuerpo dañado, un interior malo en el que se gestarían seres monstruosos o, quizá peor aún, un interior árido, infértil.
Klein subrayó además otro hecho que, a mi manera de sentir (y no de ver), resulta absolutamente fundamental cuando queremos adentrarnos en las profundidades de las angustias femeninas: este temor, el temor de tener un interior dañado no puede ser aliviado mediante "la prueba de realidad anatómica". A diferencia del niño, que puede ver su pene y al hacerlo constatar que su fantasía de ser castrado por el padre no ha tenido lugar en la realidad, la anatomía de la niña en cambio, no le deja otra alternativa que la de confiar en que este daño no ha tenido lugar en la realidad. De hecho, es posible que muchas mujeres sientan que debieron esperar hasta tener un cuerpo adulto para tranquilizarse respecto al temor que pudieron llegar a causarles los contenidos de sus propias fantasías edípicas infantiles. Y, si llevamos esta consideración hasta el extremo, (algo que no es difícil cuando nos vamos de la mano con Klein) la niña (mujer) sólo tendrá "una prueba de realidad" que contrarreste sus temores edípicos, en el momento en que haya gestado un bebé sano.
Desde que me cautivé con este terreno de intersección entre anatomía y fantasía psíquica he oído la voz de hombres y mujeres que me orientan en este territorio tan complejo: lugar de tantas convergencias y divergencias. Hoy, transcribo la voz de Roth, un hombre que, gracias al espléndido sentido del humor con el que narra las angustias de Susan, una mujer mayor de treinta años y temerosa de dar a luz a "un monstruo", me ha permitido volver a recrear vívidamente algunas de las ansiedades femeninas que palpitan al interior mío. He de admitir que mientras transcribía este fragmento me resultó estimulante constatar que Roth me estaba haciendo reír ¡y con cojones! de este temor tan macho que a veces siento de ser mujer.
El absurdo matrimonio de Susan con un graduado de Princeton había sido aún más corto que el mío, y también sin hijos, y ahora ella quería formar una familia antes de que fuera « demasiado tarde ». Tenía más de treinta años y le preocupaba tener un hijo mongólico. No supe cuánto le asustaba la idea hasta que un día, por accidente, encontré escondidos un montón de libros de biología de segunda mano que, al parecer, había adquirido en una librería de la Cuarta avenida. Estaban guardados en una caja de cartón llena hasta arriba, en el suelo de la despensa, donde yo había entrado una mañana para coger una lata de café, cuando Susan estaba en el consultorio de su psicoanalista (...)
El capítulo sexto de la obra de Montagu, « Efectos ambientales sobre el desarrollo del embrión en el útero », estaba muy subrayado con lápiz negro (...) « Los estudios sobre el desarrollo reproductivo de la mujer señalan que, desde un punto de vista general, el período óptimo durante el cual puede encarar el proceso de la reproducción se exteinde, por término medio , de los veintiún años hasta los veintiséis, aproximadamente (...) A partir de los treinta y cinco se aprecia un brusco aumento del número de niños que nacen con defectos, sobre todo del tipo conocido como "mongólico"... En el mongolismo tenemos el trágico ejemplo de lo que puede ocurrir con un sistema genético debidamente sano al ser introducido en un entorno inadecuado, con la consiguiente alteración del desarrollo del embrión ». Si no era Susan quien había subrayado aquellos pasajes, era ella quien había anotado al margen, con su letra redondeada e infantil, las palabras « un ambiente inadecuado ».
En toda la página solo había un párrafo sobre los niños mongólicos que no apareciese enmarcado y subrayado con lápiz negro. No obstante, a su modo simple y eficaz ofrecía pruebas de haber sido leído con no menor desesperación.
(...) Después de casi una hora hojeando estos libros en el suelo de la despensa, volví a guardarlos en la caja, y cuando esa noche vi a Susan no le hablé de ellos. No hablé de ellos con ella, pero desde entonces me acosó la imagen de Susan comprando y leyendo esos libros tanto como a ella le acosaba el temor de dar a luz a un monstruo.
Philip Roth.
Mi vida como hombre.
jueves, 30 de septiembre de 2010
El gesto amoroso
¿Por qué se llama Amor? Esa fue la pregunta que quedó rondando en mi mente después de haber terminado de leer el cuento de Clarice Lispector que lleva por título este nombre. Este es un relato acerca de cómo transcurre un día en la vida de Ana. Ana es una mujer casada, cariñosa con su esposo y con sus hijos y solícita en las tareas del hogar. Justo en esa hora en que la tarde se vuelve más peligrosa, sale de su casa a comprar los ingredientes para la cena de la noche. De camino a casa se siente inesperadamente atraída por la presencia de un ciego, y esa presencia la termina arrastrando hacia el Jardín Botánico de su ciudad. Allí, en el Jardín Botánico, se ve irremediablemente presa de una experiencia reveladora acerca de su propia naturaleza. En ese momento Ana reconoce la fuerza estremecedora de las pulsiones que la habitan. ¿Qué hacer con esta revelación salvaje acerca de su propia naturaleza? Y ¿Cómo continuar, después de un hallazgo de esta magnitud, con su vida doméstica? Al final de este cuento Clarice Lispector me permitió intuir razones o inventar pretextos para darle un sentido al título de este cuento. Ana siente miedo (incluso me atrevería a decir que llega a sentir terror) después de regresar del Jardín Botánico. Vuelve tan asustada como para imaginar incluso que, de ser un abejorro volando cerca de la estufa, toda la casa ardería en fuego.
Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina a ayudar a la sirvienta a preparar la comida.
Pero la vida la estremecía, como un frío (...) Llevando el florero para cambiar el agua sintió el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa en sus manos (...) Caminaba de un lado a otro en la cocina, cortando los filetes, batiendo la crema (...) Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.
(...) Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la mesa, en familia. Cansados del día, felices al no discutir, bien dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano. Y como una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes de que desapareciera para siempre.
Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, se convirtió en una mujer tosca que miraba por la ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? (...) Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera un abejorro de la estufa, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.
- Qué fue? - gritó vibrando toda ella.
Él se asustó con el miedo de la mujer. Y de repente rió entendiendo:
- No fue nada - dijo - soy un descuidado.
Él parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el extraño rostro de Ana, la obersvó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápido abrazo.
- ¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.
-Deja que por lo menos me suceda que la estufa explote - respondió él, sonriendo.
Ella continuó sin fuerza en sus brazos. Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
- Es hora de dormir - dijo él-, es tarde.
En un gesto que no era el suyo, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer llevándola consigo sin mirar hacia atrás, alejándola del peligro de vivir.
Había terminado el vértigo de la bondad.
Y, si había atravesado el amor y su infierno, ahora se peinaba frente al espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.
Amor.
Clarice Lispector
sábado, 18 de septiembre de 2010
La belleza: esa danza irreverente entre amor y odio
" Lo bello siempre es bizarro". Esta contundente declaración de Baudelaire llegó a mí sin buscarla, hace quizá ya cinco años. Llegó inesperadamente como nos llega aquello que termina siendo misteriosamente revelador en la vida. Me encontró en una tienda de postales y allí me enigmatizó (hoy me concedo esta invención linguística). Sé también que, cuando decidí comprarla, no alcanzaba ni a imaginar hasta qué punto esta frase llegaría a convertirse para mí en refugio e intemperie. Escogí llevarla conmigo junto con otras postales y sólo ahora puedo ver con claridad que decidí ponerla en un lugar encubiertamente privilegiado de mi escritorio. Desde entonces se la pasa conmigo, en algún lugar invisiblemente expuesto o escondidamente visible ... sigue ahí rondando con las cosas mías: inspiradora y absolutamente confusa para mí.
Por esa misma época encontré de una manera tan azarosa como sólo el destino puede permitírmelo un texto de Meltzer. En ese texto Meltzer expone ideas fundamentales acerca de aquello que nos acontece psíquicamente cuando experimentamos un verdadero encuentro con la belleza. Meltzer me permitió entender que «las experiencias emocionales más importantes, aquellas que contribuyen al desarrollo de la mente son las de orden apasionado, donde el amor, el odio y la sed de verdad son mantenidos en integración y no escindidos en objetos separados». En cuanto se refiere a los verdaderos encuentros con la belleza, Meltzer me permitió entrever que, amor y odio no se enfrentan, coexisten en una danza irreverente e incesante.
Hace dos semanas, y casi cinco años después de que esta frase de Baudelaire, estas ideas de Meltzer y yo nos encontráramos (re) descubrí Amor, un cuento de Clarice Lispector. Sé que para haber tenido la capacidad de oír, de manera tan nítida el eco que hoy oigo entre Baudelaire, Meltzer y este cuento de Lispector (del cual sólo transcribo algunos fragmentos) necesité no sólo de tiempo sino también de encuentros colmados de belleza. Hoy sé que esos encuentros han tenido la capacidad de invitarme a sentirme y a reconocerme con mayor intuición y agudeza.
Hace dos semanas este cuento me hizo oír un eco diáfano. Hoy, mientras pienso en ese eco que oí, he vuelto a recordar ese momento de mi vida, hace cinco años, en el que empecé a preguntarme acerca de la belleza. ¿Qué sentimos cuando lo bello nos invade? ¿Por qué esos instantes o esas ráfagas en las que tenemos un contacto con la belleza lo remueven todo, profunda y delicadamente, y de una manera tan atroz y contundente?
La protagonista de este cuento es una mujer que, gracias a la fatalidad de quedarse viendo a un ciego en el trayecto hacia su casa termina cambiando de rumbo súbitamente, dirigiéndose arrastrada, por fuerzas que ella misma desconoce, hasta el interior del Jardín Botánico de su ciudad. Este acto, el " acto gratuito" de haber llegado hasta ese Jardín hace que todo en ella se remueva, dulce y atrozmente.
Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde (...) Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande (...) Y de pronto, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto que ella empezaba a advertir.
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comérselo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y al mismo tiempo se sentía fascinada. Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría (...) La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias regias flotaban, monstruosas (...) La descomposición era profunda, perfumada (...) El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.
(...) Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había distanciado y, torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con horror descubría que pertenecía a la parte fuerte del mundo (...) Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó espantada (...) ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.
Clarice Lispector.
Amor.
domingo, 5 de septiembre de 2010
Sin decir palabra
viernes, 9 de julio de 2010
Sóngoro Cosongo

viernes, 18 de junio de 2010
La ilusión a pesar de la desilusión

viernes, 23 de abril de 2010
Un homenaje al Lenguaje

" - Lo diré por milésima vez: utilicé la expresión hacerse humo porque era eso lo que quería decir. Mi padre fue tabernero, pero insistía en la precisión de mi lenguaje, y yo le hice caso. Las palabras tienen significados, como sabía incluso mi padre, aunque no pasó de la Enseñanza Primaria. Detrás del mostrador tenía dos cosas que le ayudaban a zanjar las discusiones entre los clientes: una porra y un diccionario. Me dijo que el diccionario era su mejor amigo ... y así sigue siéndolo hoy para mí"-.
jueves, 25 de marzo de 2010
Matar a la madre

Rondando en medio de los escritos de Freud supe (no sin miedo) que la posibilidad de crecer, psicológicamente hablando, va de la mano con la necesidad, el deseo y la capacidad de separarse psíquicamente de los padres. Con el lenguaje profundo y aguerrido de un poeta Freud me describió el ímpetu de esta necesidad. La mirada profunda y penetrante de Freud me permitió ver que esta separación, lejos de ser un proceso racional y ecuánime, se manifiesta inconscientemente como un deseo parricida. De hecho, a través de algunos de sus textos Freud me contó que en el corazón de todo hijo yace el deseo de asesinar al padre y ocupar su lugar.
Un par de años después otros textos psicoanalíticos, esta vez escritos por una mujer (Melanie Klein), me relataron que antes de que la separación entre padre e hijo se manifieste a través del deseo inconsciente de asesinar al padre, en lo más profundo del alma humana se ha expresado ya inconscientemente una necesidad aún más primaria y primitiva: la necesidad imperiosa de poderse separar de la madre. Me pregunto si, tratando de seguir la "lógica del inconsciente", ¿se podría llegar a afirmar que si el deseo de separarse del padre se expresa a través del parricidio, la necesidad de separarse de la madre ha de manifestarse por su equivalente, es decir a través del matricidio?. No lo sé... pero, lo que si alcanzo a presentir con claridad es que de no ocurrir esta separación entre madre e hijo, la vida psíquica podría llegar a adquirir formas aterradoramente contranaturales.
En general, este tipo de exploraciones psicoanalíticas nos permite entrever las dificultades que trae consigo abandonar los primeros amores y, al mismo tiempo, nos hace viable percatarnos de la imperiosa necesidad, que debimos haber sentido en lo más profundo de nosotros, de romper con los lazos afectivos de la infancia para poder así quedar libres para volcarnos hacia los amores de la vida futura.
Si la idea de un deseo parricida suena atroz... ¿qué decir de lo que nos invade al tratar de representarnos la idea de un deseo matricida? Yo sin embargo, siento que permitirnos jugar con esa idea, por aterradora que nos parezca, puede reconciliarnos, por paradójico que sea, no sólo con nuestra propia naturaleza, sino con la vida misma.
Tengo en mente a ciertos escritores de literatura que, a través de la ficción literaria, han sabido recrear algunas de las complejidades más profundas y más dolorosas respecto a las contrariedades que caracterizan la relación entre madre e hijo. Quizá esa es una de las razones por las que termino transcribiéndolos y recordándolos incesantemente en este blog. Este es el fragmento que hoy he querido transcribir y que hace eco con aquello que escucho de diversas maneras y a través de variadas voces en mis viajes por las tierras del psicoanálisis y de la literatura.
"No era el momento apropiado para que Coleman recordara su infancia. No era el momento de admirar la lucidez, el sarcasmo o el valor de su madre. No era el momento de dejarse subyugar por el fenómeno casi patológico del amor materno. No era el momento de oír las palabras que ella no decía pero que eran incluso más reveladoras que las que decía. No era el momento de pensar más que aquellos pensamientos con los que él había ido armado. Desde luego, no era el momento de recurrir a explicaciones, de hacer una admirable enumeración de las ventajas y las desventajas y fingir que su decisión era lógica. No había ninguna explicación posible de la atrocidad a la que la sometía. Era el momento de concentrarse a fondo en lo que le había llevado allí. Si ella excluía la alternativa de repudiarle, entonces lo único que podía hacer era encajar el golpe. Tenía que hablar con serenidad, decir poco, olvidarse del cabello de Iris y, durante tanto tiempo como fuese necesario, dejar que ella siguiera hablando y absorbiera así en su ser la brutalidad de lo más brutal que él había hecho jamás.
La estaba matando. No tienes que matar a tu padre, pues el mundo lo hará por ti. Hay muchas fuerzas dispuestas a acabar con tu padre. El mundo se encargará de él. Quien está ahí para que la asesines es la madre, y eso es lo que Coleman vio que le estaba haciendo, el muchacho al que aquella mujer había amado con locura. ¡Asesinarla impulsado por su emocionante idea de la libertad! Habría sido mucho más fácil sin ella, pero solo mediante esta prueba puede él ser el hombre que ha decidido ser, separado inalterablemente de lo que recibió al nacer, libre para luchar por ser libre como cualquier persona desearía ser libre. Para obtener de la vida el destino alternativo, y en sus propias condiciones, debe hacer lo que es preciso hacer. ¿No quiere la mayoría de la gente librarse de la jodida clase de vida que les ha tocado en suerte? Pero no se libran, y eso es lo que hace de ellos lo que son, y lo que hacía de él lo que era. Dar el golpe, hacer el daño y cerrar la puerta para siempre. No le puedes hacer eso a una madre amorosa que te quiere de una manera incondicional y que te ha hecho feliz, no puedes inflingir ese dolor y entonces creer que seguirás tu camino como si nada. Es algo tan terrible que jamás podrás librarte de ese peso y tendrás que soportarlo (…) Esta es su prueba. Este hombre y su madre. Esta mujer y su querido hijo".
Philip Roth.
La Mancha Humana.
martes, 9 de marzo de 2010
El sexo me sabe mejor con Calle 13

Tengo que admitir que inmediatamente "ese reguetón se me metió por los intestinos y me sacó no sólo lo de india" sino también lo de mulata, zamba, prieta y mestiza. Mejor dicho: me movió, me sacudió, me obligó a pararme de la silla e incluso me hizo bailar invocando a todas y cada una de las razas latinas que corren por mis venas.
A partir de ese momento empecé a oir ávidamente la música y las letras de Calle 13, y al hacerlo me di cuenta de que sus composiciones no sólo me emocionan el cuerpo, sino que también me mantienen en una especie de constante moción mental - y ya que vamos a hablar claro, quizá valga la pena precisarlo-, de excitación mental respecto a las vastas posibilidades que tienen la experiencia corporal, erótica, sexual, genital, oral, fálica y carnal, de volverse palabra. Pero además de eso, tengo que admitir que no sólo siento placer cuando pienso en todas las posibilidades que tiene el cuerpo para transformarse en palabra, sino que de igual manera me excita constatar que la palabra posee ese mismo efecto en sentido inverso: es decir, que así como el cuerpo se vuelve palabra, la palabra también se vuelve cuerpo.
Lo que a mí más me llama la atención del estilo de Residente es que, al resaltar el papel del cuerpo en el deseo sexual, él abre la posibilidad de acercarnos a éste como "un manjar físico, y no místico". Igualmente, el erotismo así recreado es un himno para exaltar la carne y no el espíritu -o por lo menos no desligado éste de la carne-. Para mí, las letras de Residente son como una especie de frenesíes reguetoneros que celebran el hecho de tener un cuerpo y de contar con la palabra para dar cuenta de ese cuerpo y de las pasiones que muchas veces lo arrebatan; pasiones que por lo demás van desde la excitación hasta el amor, pasando por el deseo y el encuentro erótico.
Las metáforas de Calle 13 muestran que hay momentos en los que el lenguaje establece una relación íntima con el goce sexual. De igual manera, ubican al cuerpo como origen de dicho goce y a la palabra como manifestación de aquello propiamente humano que existe en ese goce. Y claro, por humano Calle 13 sabe hacer énfasis en lo que ese goce tiene de animal, de instintivo, de irracional y de amoral. Su invitación es precisamente a jugar con esa animalidad que nos pertenece tanto como el lenguaje mismo.
En fin, como habrán podido notarlo y pa´decirlo al estilo de Residente, todos estos usos del lenguaje me tienen estimulada y con la mente lubricada porque con las letras de sus canciones vuelvo una y otra vez a fascinarme ante el doble estatuto de nuestra sexualidad: el hecho de que podemos hacer de la excitación palabra, al mismo tiempo que podemos excitarnos con la palabra. Y ese doble estatuto es el que hace precisamente que nuestra sexualidad se diferencie de la sexualidad animal.
En una de sus canciones Residente dice: "yo te quiero decir cosas bonitas mamita pero no me sale, es que yo fui criado por los animales – sin modales- mamando teta de orangutanes". Si Residente me estuviera hablando a mí, yo le respondería algo así como: "Yo sé que lo que tú dices está bien picante, pero a mí me gusta bastante porque ¿no ves que así demuestras que eres un primate de vocales y consonantes? ".
Con este –no tan malogrado- intento de rima reguetonera y una alusión directa a lo más primitivo de la naturaleza humana finalizo este artículo tal como lo empecé: disfrutando de la música y de las letras de Calle 13. Disfrutando sobre todo de que se elogie al cuerpo como punto de partida, como lugar donde se emite ese primer gemido de placer que justo al llegar a la punta de la lengua se transforma en palabra. Lo mejor de todo es que, como ya lo dije, al tiempo que constato esto presiento también la trayectoria inversa: la palabra que busca asir las entrañas del cuerpo y no sólo sus entrañas sino también su boca, sus dientes, su piel, sus fluidos, sus olores, sus orificios y sus genitales.
En cine escuché una vez a Marcello Mastroianni decirle a un joven algo parecido a esto: "recuerda que a veces el vino también se hace con uvas, es cuando mejor sabe". Por fortuna, Calle 13 me recuerda constantemente que a veces el deseo, el amor, el sexo y el erotismo, también se hacen con el cuerpo. Y, en mi caso, puedo decir con certeza que es cuando mejor me saben.
jueves, 25 de febrero de 2010
Suplantador Oficial

lunes, 25 de enero de 2010
El secreto del etnógrafo

- No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia.