viernes, 18 de junio de 2010

La ilusión a pesar de la desilusión

Cuando en mi vida aparece la desilusión suelo renegar de mi propia capacidad para ilusionarme. En esos momentos me enfurece sobre todo ser testigo de la manera como una cierta insensatez en mi forma de vivir la vida queda puesta al descubierto.
Así es, lidio mal con la desilusión. Cuando ésta hace presencia siento con terquedad el anhelo de desentenderme definitivamente de ciertas realidades y de este modo, de no tener que verme nunca más ni con el dolor de aceptarlas, ni con el amargo desazón de reconocer aquello de irreal o de fantasioso que puede tener consigo toda ilusión.
Sin embargo últimamente la rabia que sentía ante la realidad, esa institutriz infame encargada de ponerle límites y perentoriedad a muchas de mis ilusiones, ha cedido y me ha permitido entender que ésta no es más que una mensajera austera que sólo cumple con la fastidiosa función de anunciarme que ha llegado el momento de aceptar que, muchas veces, la vida no tiene dentro de sus planes el de seguir juiciosamente aquellos que yo con tanto entusiasmo le había trazado.
Creo que una vez reconocida, no sólo la posibilidad sino la inminencia de la desilusión, he tenido sin saberlo, la necesidad de volver a reconocer que pese al hecho innegable de que la desilusión existe, la ilusión está dotada de un profundo valor emocional para la vida del alma humana. Alguna vez, en uno de sus tantos escritos sobre este tema Winnicott me susurró al oído unas palabras que afortunadamente no olvido nunca, aunque tampoco he podido recordar textualmente. Este psicoanalista me dio a entender, palabras más palabras menos que, "el valor de la ilusión reside en que gracias a ella podemos llegar a aceptar la desilusión".
Un tiempo después de haber guardado sigilosamente estas palabras en mi mente, como si se tratara de uno de esos grandes tesoros que los piratas guardan en un baúl secreto, leí de nuevo El Coronel No Tiene Quien le Escriba. La leí sin saber, por supuesto, que iba a encontrarme con un diálogo tan vital en medio de esa espera casi agónica del Coronel:

" A veces pienso que ese animal va a hablar", dijo la mujer. El coronel volvió a mirarlo.
- Es un gallo contante y sonante - dijo. Hizo cálculos mientras sorbía una cucharada de mazamorra-. Nos dará para comer tres años.
- La ilusión no se come - dijo la mujer.
- No se come, pero alimenta -replicó el coronel-".

En ese diálogo está puesto en palabras aquello que buscaba discernir acerca del papel esencial que tienen las ilusiones humanas. No tengo absolutamente nada más que agregar ni a lo que García Márquez ni a lo que Donald Winnicott expresaron (cada uno desde sus propios lenguajes) de forma tan clara y contundente acerca del valor que la ilusión tiene a lo largo de nuestra caprichosa y quizá insensata existencia humana.