martes, 21 de abril de 2009

¿Qué es ser hombre?

Esa es una pregunta que, de una u otra manera, ha estado rondando por mi mente desde que mi "etapa edípica" estaba en todo su esplendor, es decir, desde que tenía más o menos unos cinco años de edad.
La curiosidad ( y, quizá también la angustia de castración?) me ha (n) llevado a indagar al respecto. A veces creo haber captado información relevante hablando con ciertos hombres, otras en cambio, dudo no sólo acerca de la veracidad de los datos revelados o inferidos por medio de conversaciones, sino también de mi propia disposición para percibir aquello esencialmente masculino que tanto anhelo ver. Sé que me es imposible no prestarles atención a estas conversaciones orientada por una curiosidad femenina y, por ende, sé también que es muy posible que mi sistema de captación resulte en cierta medida inapropiado para llevar a cabo la tarea de reconocer claramente aquellos elementos masculinos que tanto ansío descubrir.

Así que, en lo que respecta a esta intriga, sólo cuento con la certeza de mi deseo: el deseo de preguntarme como mujer qué es ser un hombre. Me intrigan aquellos puntos que hombres y mujeres tenemos en común como también aquellos donde se produce (n) las bifurcación (es). Me intrigan esos lugares (de la mente y del cuerpo) que nos orientan hacia visiones y sensaciones distintas de la vida y del amor. Vuelvo, una y otra vez, a pensar sobre esos puntos y no dejo de preguntarme respecto a aquellos que nos son inexorablemente ajenos a los unos de las otras y a los otros de las unas.

Dependiendo del estado de ánimo en el que me encuentre hago énfasis en lo que tenemos en común o en lo que nos diferencia. Honestamente, nunca he llegado ni a pensar ni a sentir que hombres y mujeres no tengamos nada en común. Así que, sigo confiando en la existencia de elementos compartidos entre ámbos géneros, y sobre todo sigo sintiéndome atraída ante la posibilidad de pensar desde las semejanzas nuestras diferencias.

Guiada por esta gran curiosidad acerca de cómo se vive y se experimenta la vida cuando se es un hombre, le hice caso a mi intuición femenina y leí la novela de Philip Roth titulada: Mi vida como hombre. Además, por tratarse de una novela de este autor no temí ningún mal presagio. Todo lo contrario, confiaba plenamente en la posibilidad de encontrarme con un libro estupendo y, una vez más, Roth no sólo me prendó durante todo su relato, sino que además me llevó a leerlo presa de una voracidad irremediable.

A lo largo de este relato me encontré con declaraciones inesperadas. Descubrí una novela llena de un agudo sentido del humor, humor que roza inteligentemente los límites del cinismo. (He ahí el sello característico de Roth). Encontré una novela que me habló directamente acerca del dolor de ser hombre, pero sobre todo acerca del dolor y de los temores que, algunos hombres sienten al entablar una relación de pareja con una mujer.

Quiero subrayar que, antes de empezar mi lectura imaginé que iba a encontrarme con una voz serena. La voz de un Hombre en quien podría vislumbrar gestos de Seguridad y Dominio de Sí. Pensé que este hombre del que me hablaría Roth asumiría la vida guíado por una sensación de Claridad respecto a Sí Mismo.
Ahora voy a compartir un pequeño fragmento ilustrativo de aquello que encontré en mi búsqueda. Aquí van algunos momentos estelares en la vida de un hombre de treinta y cuatro años:

( Este es el fragmetno de una carta que Peter Tarnopol, - protagonista de la novela - le escribe a su hermana. Tarnopol es escritor. Viudo de su primera esposa - que se llamaba Maureen - y separado de un segundo matrimonio).

"Aquí, a veces imagino que tengo diez años y que me trato a mí mismo como corresponde a esa edad. Para empezar el día, tomo un bol de cereales en el comedor, como hacía todas las mañanas en la cocina de casa. Luego vengo aquí, a mi cabaña, más o menos a la misma hora en que solía ir a la escuela (...) En lugar de estudiar aritmética, sociales, etcétera, escribo a máquina hasta el mediodía (...) Mi almuerzo viene en un recipiente preparado en la cafetería, e incluye bocadillo, palitos de zanahoria cruda, una galletita de avena, una manzana y un termo lleno de leche; más que suficiente para un chaval que está creciendo (...) Todas las noches trato de afeitarme "a la perfección", como lo haría un niño de diez años (...) A las seis me preparo un cóctel de vodka, y martini, que bebo a pequeños sorbos mientras escucho las noticias con mi radio portátil (...) Desde luego, a los diez años no tenía el hábito de beber, pero me recuerda a mi padre cuando regresaba de la tienda con su dolor de cabeza y los ingresos del día. Con una expresión en la cara que hacía pensar que el vaso contenía trementina, se bebía de un trago un poco de whisky(...)
Para regresar caminando a la casa principal, a medianoche, tengo solo una linterna que me ayude a orientarme por el sendero que se abre entre los árboles. A solas bajo ese cielo renegrido, no tengo más valor a los treinta y cuatro años que cuando era niño, y estoy tentado de echarme a correr. En vez de eso, invariablemente apago la linterna y permanezco inmóvil allí, en el bosque a mdidanoche, hasta que el miedo desaparece, o bien llego a un punto intermedio entre yo y el miedo. ¿Qué me asusta? A los diez años, solo el olvido (...) Hoy es pensar que los muertos no están muertos lo que hace que se me aflojen las rodillas. Pienso: "¡El funeral de Maureen fue otra trampa! ¡Está viva! ¿De una forma y otra, reaparecerá!" En el pueblo, al atardecer, a veces imagino que miraré hacia la lavandería y la veré llenando una lavadora con prendas sucias que va sacando de una bolsa. En el pequeño bar que frecuento para tomar café, me quedo a veces sentado a la barra, pensando que entrará por la puerta como si hubiese sido catapultada señalándome con el dedo:
-¿Qué haces aquí? ¡Me has dicho que nos encontraríamos en el banco a las cuatro!
Y ya estamos otra vez con lo mismo.
- Estás muerta- le digo-, no puedes encontrarte con nadie en ningún banco si estás muerta!"


Mientras transcribía estos fragmentos me acordaba de una frase que, alguna vez me dijeron, había sido dicha por Oscar Wilde. (Disculparán la absoluta inexactitud de mi cita). En fin, parece ser que alguna vez Wilde dijo: "No crecemos, sólo aprendemos a comportarnos". Y esto es válido tanto para hombres como para mujeres. Esto también lo sabe Roth y lo narra con el humor necesario como para que uno pueda soportar lo difícil que tal hecho resulta (sin importar el género al que uno pertenezca).

Encontrarme con un personaje como Peter Tarnopol no me decepcionó de los hombres. De hecho, me permitió simpatizar aún más con ellos. Además, el agudo sentido del humor con el que Roth narra el dolor del protagonista me convirtió -casi que inmediatamente- en su cómplice. Constaté además algo que el psicoanálisis ya me había permitido entender desde hace un buen tiempo y es el hecho de que la adultez masculina, al igual que la adultez femenina, están llenas de miedos infantiles. Roth es un escritor cuyo valor, para mí, reside en su valentía para ilustrar nuestras mas vergonzosas cobardías. Además sé que, el hecho de que a los hombres los ataquen profundos miedos infantiles, no anula la posibilidad de que esas otras cualidades que yo tan ansiosamente estaba esperando encontrar en el relato de la vida de un hombre, tales como la Razón, la Serenidad, y el Dominio de Sí, existan en ellos. Al fin y al cabo, ¿ quién podría negar que la literatura no le permite a uno encontrarse con hombres así? Sólo es cuestión de escoger otra novela. ¿No es cierto?

sábado, 18 de abril de 2009

Fragilidad e Infancia

La fragilidad es una de esas cualidades que los hombres tendemos a anular cuando intentamos echarnos un vistazo a nosotros mismos.
El psicoanálisis, que en otros tiempos incomodó tanto a la Razón y que hoy se atreve a hablarle de frente a la Vanidad, no cesa de decir, en cambio, que es precisamente esa intensa fragilidad la que nos hace humanos.
Por supuesto que, también nos hace humanos, el deseo de abolir por completo la incómoda sensación de vulnerabilidad que va silenciosamente de la mano con la experiencia de sabernos vivos.
¿Por qué? Parece que la respuesta la tienen los bebés. Eso es al menos, lo que Winnicott siempre me dice.
Parece ser que deberíamos aventurarnos hasta ese momento de nuestra vida (justo cuando más frágiles y dependientes del entorno fuimos), para enteder el miedo que nos acosa (como una especie de escalofrío que nos recorre toda la espalda), al percatarnos de que, sin el cuidado que otro (generalmente la madre) nos ofreció, no estaríamos vivos.
¡No estaríamos vivos! Y sin embargo, lo que experimenta el bebé cuando ha sido cuidado y acunado por su madre (aquí de nuevo está Winnicott hablándome al oído) es que, fue él quien tuvo el poder de crear el entorno que lo cuida. Fue él, ¡él! el gran mago creador del mundo.
Parece ser entonces que para comprender los orígenes de ese mago "que nos permite encontrar lo conocido en lo desconocido" tendremos que seguir aventurándonos hacia esos primeros, primerísimos momentos de nuestra existencia.

En su novela Infancia, Coetzee habla, como pocos podrían hacerlo, de lo que significa para un ser humano haber sido un bebé alguna vez. Una experiencia que, todos guardamos en lo más profundo de nuestra mente y que, paradójicamente, nos aterra pero sin la cual no habría podido existir el poder de la magia.

"Es un bebé. Su madre lo levanta, con la cara por delante, y lo sostiene por debajo de los brazos. Sus piernas cuelgan, su cabeza se dobla, está desnudo; pero su madre lo lleva delante de ella, adentrándose en el mundo. Ella no noecesita ver adónde va, solo tiene que seguirlo. Ante él, a medida que ella avanza, todo se petrifica y se hace pedazos. Solo es un bebé con una gran barriga y una cabeza que se ladea, pero possee ese poder.
Se queda dormido."