lunes, 18 de octubre de 2010

Ansiedades femeninas

El psicoanálisis ha sido una disciplina que se ha interesado por descubrir las implicaciones mentales que trae consigo el hecho de haber nacido con un cuerpo de hombre o con uno de mujer.  Al hacerlo, se ha preocupado también por develar aquellas fantasías que el cuerpo del sexo opuesto despierta en nuestra mente.
El pionero en este tema fue Freud, por supuesto.   Con la descripción de la etapa fálica y de las ansiedades ocasionadas por el Complejo de Edipo nos permitió empezar a vislumbrar que, en determinado momento del desarrollo no existe para el niño, al menos no de manera manifiesta, la concepción del cuerpo de la mujer como un cuerpo esencialmente diferente al masculino, sino como un cuerpo "castrado" es decir, como un cuerpo al que le quitaron el pene.   
Al evidenciar este tipo de fantasías Freud permtió vislumbrar no sólo algo sobre la sexualidad masculina sino también sobre la femenina, en el sentido en que descubrió que las niñas tienen, a su vez, fantasías que se reúnen bajo el amplio espectro de lo que se conoce con el nombre de complejo de castración.  Tales fantasías develaron que, durante ciertas etapas de su desarrollo psicosexual, las niñas se viven a ellas mismas y a sus madres como seres castrados, es decir como seres a los que les falta lo que el otro sexo sí tiene y no como mujeres con un cuerpo diferente y diferenciado del cuerpo del hombre.
Personalmente, desde la primera vez que supe de la existencia de estas fantasías sexuales infantiles me pareció extremadamente interesante este territorio, descubierto por Freud, en el que se entrecruzan geografías anatómicas y cartografías inconscientes.  Sin embargo, sentí también que, aunque Freud había estado en capacidad de descubrir un territorio esencial de la mente humana, no había podido trazar el mapa que me llevara hacia algo mío, algo íntimo que se escondía entre mis piernas.  
Recrear la posibilidad de haber llegado a experimentar mi propio complejo de castración no me resultaba extraño.  De hecho, puedo recordar nítidamente un momento de mi vida en el que fantaseé con tener un pene, y sin embargo algo aterrador, inconmensurablemente angustioso acerca de mi propia sexualidad no quedaba expuesto, ni salía a la luz con estas recreaciones freudianas.
Unos años después tuve la fortuna de encontrarme con los trabajos de Melanie Klein.  Fue realmente un alivio oír una voz que por fin me hablara del temor que todas aquellas zonas ocultas de mi cuerpo podían llegar a producirme.   Partes de mi cuerpo que, a diferencia del cuerpo del hombre, yo no podía ver ni mucho menos sentir con la vigorosidad que deben sentir los niños sus órganos sexuales cuando atraviesan esta etapa de ansiedades edípicas.  
Con su trabajo clínico, Melanie Klein rescató mis entrañas y al hacerlo me rescató de mis entrañas.  Volvió fantasías psíquicas inconscientes temores que yo sentía en una parte tan oculta de mi cuerpo, que casi parecerían temores insubstanciales.  Sus investigaciones me permitieron vislumbrar un terreno realmente escondido hasta entonces respecto a la cartografía femenina.  Esta psicoanalista, sin negar la existencia de temores tales como los descritos por Freud, enfatizó que, a diferencia de lo que pensaba el padre del psicoanálisis, el gran temor femenino no residía en la fantasía de ser seres castrados sino en la posibilidad de llegar a tener un cuerpo dañado, un interior malo en el que se gestarían seres monstruosos o, quizá peor aún, un interior árido, infértil.  
Klein subrayó además otro hecho que, a mi manera de sentir (y no de ver), resulta absolutamente fundamental cuando queremos adentrarnos en las profundidades de las angustias femeninas: este temor, el temor de tener un interior dañado no puede ser aliviado mediante "la prueba de realidad anatómica".  A diferencia del niño, que puede ver su pene y al hacerlo constatar que su fantasía de ser castrado por el padre no ha tenido lugar en la realidad, la anatomía de la niña en cambio, no le deja otra alternativa que la de confiar en que este daño no ha tenido lugar en la realidad.  De hecho, es posible que muchas mujeres sientan que debieron esperar hasta tener un cuerpo adulto para tranquilizarse respecto al temor que pudieron llegar a causarles los contenidos de sus propias fantasías edípicas infantiles.  Y, si llevamos esta consideración hasta el extremo, (algo que no es difícil cuando nos vamos de la mano con Klein) la niña (mujer) sólo tendrá "una prueba de realidad" que contrarreste sus temores edípicos, en el momento en que haya gestado un bebé sano.
Desde que me cautivé con este terreno de intersección entre anatomía y fantasía psíquica he oído la voz de hombres y mujeres que me orientan en este territorio tan complejo: lugar de tantas convergencias y divergencias.  Hoy, transcribo la voz de Roth, un hombre que, gracias al espléndido sentido del humor con el que narra las angustias de Susan, una mujer mayor de treinta años y temerosa de dar a luz a "un monstruo", me ha permitido volver a recrear vívidamente algunas de las ansiedades femeninas que palpitan al interior mío.   He de admitir que mientras transcribía este fragmento me resultó estimulante constatar que Roth me estaba haciendo reír ¡y con cojones! de este temor tan macho que a veces siento de ser mujer.
      
El absurdo matrimonio de Susan con un graduado de Princeton había sido aún más corto que el mío, y también sin hijos, y ahora ella quería formar una familia antes de que fuera « demasiado tarde ».  Tenía más de treinta años y le preocupaba tener un hijo mongólico.  No supe cuánto le asustaba la idea hasta que un día, por accidente, encontré escondidos un montón de libros de biología de segunda mano que, al parecer, había adquirido en una librería de la Cuarta avenida.  Estaban guardados en una caja de cartón llena hasta arriba, en el suelo de la despensa, donde yo había entrado una mañana para coger una lata de café, cuando Susan estaba en el consultorio de su psicoanalista (...)
El capítulo sexto de la obra de Montagu, « Efectos ambientales sobre el desarrollo del embrión en el útero », estaba muy subrayado con lápiz negro (...) « Los estudios sobre el desarrollo reproductivo de la mujer señalan que, desde un punto de vista general, el período óptimo durante el cual puede encarar el proceso de la reproducción se exteinde, por término medio , de los veintiún años hasta los veintiséis, aproximadamente (...) A partir de los treinta y cinco se aprecia un brusco aumento del número de niños que nacen con defectos, sobre todo del tipo conocido como "mongólico"... En el mongolismo tenemos el trágico ejemplo de lo que puede ocurrir con un sistema genético debidamente sano al ser introducido en un entorno inadecuado, con la consiguiente alteración del desarrollo del embrión ».  Si no era Susan quien había subrayado aquellos pasajes, era ella quien había anotado al margen, con su letra redondeada e infantil, las palabras « un ambiente inadecuado ».
En toda la página solo había un párrafo sobre los niños mongólicos que no apareciese enmarcado y subrayado con lápiz negro.  No obstante, a su modo simple y eficaz ofrecía pruebas de haber sido leído con no menor desesperación.  
(...) Después de casi una hora hojeando estos libros en el suelo de la despensa, volví a guardarlos en la caja, y cuando esa noche vi a Susan no le hablé de ellos.  No hablé de ellos con ella, pero desde entonces me acosó la imagen de Susan comprando y leyendo esos libros tanto como a ella le acosaba el temor de dar a luz a un monstruo.


Philip Roth.
Mi vida como hombre.