martes, 10 de julio de 2012

La nostalgia y las conmociones del alma.



"- Aquí estuvimos una tarde con Alejandra.
Y como si no pudiera detener su bicicleta, perdido el control agregó:- ¡Qué feliz fui aquella tarde! Arrepintiéndose y avergonzándose enseguida de semejante frase, tan íntima y patética. Pero Bruno, no se rió, ni se sonrió (Martín lo miraba casi aterrado), sino que permaneció pensativo y serio, mirando hacia el río. Y, cuando, después de un largo rato, Martín imaginaba que no haría ningún comentario, dijo:- Así se da la felicidad…. En pedazos, por momentos: Cuando uno es chico espera la gran felicidad, alguna felicidad enorme y absoluta: Y a la espera de ese fenómeno se dejan pasar o no se aprecian las pequeñas felicidades, las únicas que existen".


Ernesto Sábato.
Sobre Héroes y Tumbas.


Desde hace un par de años guardé este párrafo, aguardando quizá, que llegara un momento apropiado para escribir algo sobre el sentimiento de nostalgia que me sobrecoge cuando lo leo.
Siempre siento que me quedo corta para expresar lo entrañablemente melancólico que me resulta este diálogo entre Martín y Bruno.
Me pregunto, con una tristeza teñida a la vez de extrañeza y, con una extrañeza que,  permanece casi inconsolable en lo más profundo de mi alma: ¿por qué, a veces, nos duele recordar aquellos momentos en los que hemos sido felices? (Incluso a veces sentimos dolor al constatar que estamos siendo felices).   La respuesta más obvia, aquella que me dice que, recordar la alegría nos hace sentir tristes porque somos seres en una permanente búsqueda de felicidad, no alcanza a resolver mi duda ni a apaciguar mi congoja. No me basta un tipo de respuestas como ese, porque también he constatado que, en otras ocasiones, el alma vuelve a sentirse alegre al recordar vivencias que nos resultaron gratas.  
A veces el alma despliega movimientos que implican al mismo tiempo felicidad y rabia y, tales movimientos se transforman en gestos de nostalgia. Mientras escribo esta entrada recuerdo ese texto imprescindible de Freud: Duelo y Melancolía.  En ese profundo y misterioso escrito Freud nos revela que, el dolor suscitado por ciertos recuerdos felices tiene que ver con la naturaleza de la pérdida que experimentamos cuando ciertas vivencias gratas se vuelven pasado.   Una pregunta queda entonces resonando: ¿Qué se (nos) quedó perdido con aquellas pequeñas alegrías que nos duele recordar? 


viernes, 27 de abril de 2012

El cuerpo de la madre.



Preguntándome acerca del cuerpo me he topado con un tema fundamental: la relación que entablamos con el cuerpo de nuestra madre.  Al dar cuenta del papel del cuerpo de la madre en las fantasías inconscientes del infante, Melanie Klein nos reveló el continente de muchas de las primeras elucubraciones afectivas de la mente humana.
Ese cuerpo que nos gestó, nos parió y nos nutrió: ¿qué emociones agita?
Algunos psicoanalistas, entre ellos Donald Meltzer, insisten en la intensidad de esas primeras emociones que le genera al ser humano el descubrimiento del cuerpo de la madre: un descubrimiento afectivo que abarca toda una gama de colores emocionales, colores que van desde el terror hasta la placidez y desde la envidia hasta la gratitud.
Junot Díaz recrea en su novela "La Maravillosa Vida Breve de Óscar Wao" un momento crucial en la vida de una mujer joven: el momento en que su madre la llama para que ausculte su seno.  Junot Díaz narra los sentimientos y pensamientos que invaden la mente de esta joven mujer durante ese lapso que transcurre mientras ella se prepara para hacer lo que su madre le ha pedido: palpar uno de sus senos.
Al narrar ese lapso, Junot Díaz plasma una relación vital con todas su vicisitudes afectivas: la relación entre una hija y el cuerpo de su madre.  Y al plasmar dicha relación, este escritor dominicano también nos permitió entrever las profundidades de aquellas identificaciones primarias que estableció esta hija con su madre y con las representaciones afectivas del cuerpo de su madre.  
Además, la lectura de este fragmento sabe sugerir la relación que, mentalmente, estableció esta joven mujer entre su padre y el exótico territorio del cuerpo materno: deseos, temores, abandonos, amores, rabias, recuerdos, olvidos, tantos contenidos emocionales suscitados por unos senos, una espalda, una cicatriz, unos vellos.  Esto fue lo que más me impactó de este fragmento escrito por Junot Díaz.


Nunca son los cambios que queremos los que cambian todo.
Así es como empieza: con tu madre llamándote al cuarto de baño. Recordarás el resto de tu vida lo que hacías en ese preciso momento: estabas leyendo La colina de Watership y los conejos y sus conejitos corrían hacia el barco y tú no querías dejar de leer (...) pero entonces ella te llamó otra vez, alzando más la voz, su voz de no estoy relajando, coño, y tú irritable, mascullaste: Si, señora.
Ella estaba parada frente al espejo del botiquín, desnuda de la cintura para arriba, su brasier colgando como una vela rasgada y la cicatriz en su espalda tan extensa e inconsolable como el mar. Quieres volver a tu libro, hacer como que no la has oído, pero es demasiado tarde. Sus ojos hacen contacto directo con los tuyos, los mismos ojos ahumados grandes que tendrás tú misma en el futuro. Ven acá, te ordenó. Frunce el ceño por culpa de algo en uno de sus pechos. Los senos de tu mamá son inmensidades. Una de las maravillas del mundo. Los únicos que has visto más grandes se ven en las revistas pornográficas, o colgando de señoras requetegordotas. Son 35 triple-D con aureolas tan grandes como platillos, y negras, y en los bordes hay unos vellos feroces que ella se depila de vez en cuando, y de vez en cuando no. Estos pechos siempre te han desconcertado y cuando caminas en público con ella siempre eres consciente de ellos. Sin embargo, después de su cara y su pelo, sus senos son lo que más la enorgullecen. Tu papá nunca se cansó de ellos, alardeaba siempre. Pero dado el hecho de que desapareció al tercer año de su unión, parece que, al final, si se cansó.
Temes las conversaciones con tu mamá. Siempre son regaños unilaterales. Imaginas que te ha llamado para darte otro sermón sobre tu dieta. Tu mamá está convencida de que si comes más plátanos adquirirás repentinamente sus mismas extraordinarias características sexuales secundarias (...)
Pero no, ella no dice una sola palabra sobre comer más plátanos. Toma tu mano derecha y te guía. Tu mamá es torpe en todo, pero esta vez se muestra delicada. No la creíste capaz de ello.
¿Sientes eso?, te pregunta en su voz ronca que te es demasiado familiar.
Al principio todo lo que sientes es el calor de su cuerpo y la densidad del tejido, como un pan que nunca dejó de subir. Ella se amasa con tus dedos en sí misma. Nunca has estado más cerca de ella que ahora y tu respiración es lo único que oyes.
¿No sientes eso?
Se vuelve hacia ti. Coño, muchacha, deja de mirarme y tócame.
Así que cierras los ojos y tus dedos presionan hacia abajo y estás pensando en Helen Keller y que cuando eras pequeña querías ser ella, y entonces, de buenas a primeras y sin advertencia, sientes algo. Un nudo justo bajo su piel, apretado y secreto como un complot. Y en ese momento, por razones que nunca llegarás a entender, te sobrecoge una sensación, un presentimiento, de que algo en tu vida está a punto de cambiar. Te mareas y puedes sentir tu sangre palpitar, un golpe, un ritmo, un tambor. Luces brillantes resplandecen a través tuyo, como torpedos de fotones, como cometas. No sabes cómo o por qué, pero no tienes la menor duda. Es estimulante. Toda la vida has sido medio bruja; hasta tu mamá lo admite a regañadientes (...)
Lo siento, dices, en voz demasiado alta. Lo siento.
Y ahí mismo, todo cambia. Antes de que termine el invierno, los médicos le extirpan el seno que tú amasabas y el ganglio axilar. Debido a las operaciones, le será difícil levantar el brazo sobre la cabeza durante el resto de su vida. Se le empieza a caer el pelo y un día se lo arranca todo ella misma y lo mete en una bolsa de plástico. Tú cambias también. No enseguida, pero cambias. Y es en ese cuarto de baño donde todo empieza. Donde tú comienzas.