domingo, 28 de noviembre de 2010

Entre la vida y la palabra

Cuando leo a Faulkner me invade la sensación de que a lo largo de toda su escritura la palabra es fiel a la vida misma y no a la intención de relatarla. Gracias a su asombrosa maestría Faulkner me lleva, siempre e inevitablemente, hasta ese lugar en el que coexisten simultáneamente sensaciones, intenciones, emociones, vivencias y recuerdos que se entrelazan en un continuo devenir.  
Quizá por esta lealtad al intento de plasmar la vida misma, Faulkner tiene la capacidad de evidenciar aquellos usos del lenguaje que instauran una división brutal entre la vida y la palabra. Hay ocasiones en las que el lenguaje, en vez de ser ese instrumento poderoso capaz de asir los mas hondos misterios de nuestra propia existencia, se convierte en cambio en una especie de afrenta que trae consigo una inmensa sensación de vacuidad.  La brecha que puede llegar a separar a la palabra de su verdadero significado, es decir la grieta que a veces existe entre el lenguaje y el sentido real que éste debería ostentar para el alma humana, es magníficamente plasmada por Faulkner en el monólogo de Addie en su novela Mientras Agonizo.  
El monólogo de Addie me permitió comprender cuál es el motivo que echa a andar no sólo a los personajes sino a la trama misma de esta novela.   Lo que me resulta intensamente conmovedor en el estilo de Faulkner es que él no busca que el relato acerca de lo que les ocurre a los hijos y al esposo de Addie en su travesía hacia Jackson  se convierta en una historia coherente y comprensible.  Faulkner se compromete ante todo con la intención de plasmar los pensamientos y las emociones que cada uno de ellos tiene a lo largo de este viaje mortuorio hacia Jackson.   Al otorgarles voz a su personajes, Faulkner es un incontestable cómplice del alma humana.  Un cómplice cuyos escritos se convierten en legados que evidencian las impetuosas corrientes que muchas veces agitan nuestra existencia.  Así, el alma, siempre fiel a sí misma, queda plasmada a través de la palabra de manera honesta, aturdidora, sagaz, amoral, compleja e instintiva.  
Transcribo fragmentos del monólogo de Addie en el que esta mujer logra delatar, con esa misma honestidad y sagacidad a la que acabo de hacer referencia, las grietas que muchas veces se instauran entre la vida y la palabra.
   
Cuando el niño nació, comprendí que la palabra "maternidad" ha tenido que ser inventada por alguien que, por lo que fuera, la precisaba para el caso; y que a los que de verdad han tenido hijos, nunca se les ha podido ocurrir preocuparse de si esa palabra existía o dejaba de existir.  Comprendí que la palabra "miedo" ha tenido que ser inventada por alguien que jamás lo ha pasado, y la palabra "orgullo" por alguien que nunca lo ha sentido
(...) También él tenía una palabra.  Amor, como solía decir.  ¡Pero estaba yo tan harta de palabras! Yo bien sabía que era como todas las otras cosas: ni más ni menos que un roto para un descosido; que, llegada la hora de la verdad, de tan poco os sirve esa palabra como las demás, ya sean "orgullo" o "miedo"
(...) Así que cuando Cora Tull vino a decirme que yo no era una madre como es debido, pensé que las palabras ascienden derechas como una tenue línea, ligera e inofensiva, mientras que los hechos se arrastran horriblemente pegados al suelo, de forma y manera que, al poco rato, no hay modo de pisar a un tiempo esas dos líneas por mucho que uno se espatarre.  Y también que pecado, amor y miedo no son sino palabras que quienes ni pecaron, ni amaron, ni temieron jamás utilizan para eso que no tienen ni tendrán, hasta que se olviden de las dichosas palabras.
Me reconvenía Cora por lo que les debía yo a mis hijos, a Anse y a Dios.  He sido yo quien le ha dado a Anse los hijos.  Yo no los he pedido.  Por no pedir, ni  siquiera le he pedido lo único que de verdad podía darme: lo que no fuese él
(...) Y después murió.  No sabía que estaba muerto.  Yo me acostaba a su lado en medio de la oscuridad, oyendo a la tierra oscura que ensalzaba el amor de Dios y su belleza y su pecado; oyendo la oscura mudez en que las palabras son los hechos, y oyendo también esas otras palabras que no son hechos, que son solo los huecos de lo que le falta a la gente, y que nos caen desde lo alto como los graznidos de los patos, como esos gritos que descendían desde la salvaje oscuridad en las noches terribles de antaño, balbuciendo torpemente en busca de los hechos, como huérfanos a los que se les indicasen dos rostros en  medio de una multitud y se les dijera: "Aquel es tu padre; aquella, tu madre".