jueves, 27 de agosto de 2009

El primate prisionero

Nunca antes en la historia de Occidente se había llegado a tener un conocimiento tan amplio, diverso y sistemático respecto al ser humano como en este momento.
Desde el siglo XIX y con el florecimiento de las ciencias humanas, Occidente ha ido desarrollando métodos de estudio e investigación cada vez más detallados respecto al comportamiento humano, a las organizaciones sociales y a la influencia de la cultura en la vida de los hombres.
Dentro del campo de las ciencias humanas, la psicología ha ido consituyendo un cuerpo de conocimientos mediante el cual ha sido posible observar, clasificar y describir diversos fenómenos de la conciencia y del pensamiento racional.

Sin embargo, y por fortuna, no sólo se ha incrementado el conocimiento respecto a las capacidades cognitivas del ser humano sino también respecto a las profundidades de su vida afectiva y pulsional. El psicoanálisis ha jugado, sin lugar a dudas, un papel crucial en este campo.
Desde sus orígenes y hasta ahora siempre ha habido un arduo debate respecto al hecho de si el psicoanálisis es o no una ciencia.
Muchos psicoanalistas han desarrollado métodos de investigación y de recolección de datos clínicos que permiten mostrar la validez científica de su quehacer, demostrando además que el psicoanálisis se apoya -como toda ciencia- en un método de observación y de hipotetización basado en la implementación de métodos de orden inductivo/deductivo.

Personalmente, este debate, aunque me apasiona, no me resulta crucial en lo que se refiere a demostrar la validez, ni mucho menos el valor que tiene el psicoanálisis como disciplina para ahondar en el conocimiento del ser humano. Si bien pienso que, uno puede probar que la teoría psicoanalítica está esbozada a partir de conceptos y de relaciones lógicas entre estos, así como del hecho de, que es en la práctica y en la observación clínica que encuentra su campo de acción y de reflexión, es decir, si bien uno puede afirmar que el psicoanálisis está concebido bajo los parámetros de lo que en Occidente puede llegar a denominarse una ciencia, no le encuentro absolutamente nada de peyorativo o de negativo al hecho de que, a veces - como lo señala Winnicott- se nos parezca más a la poesía que a la ciencia.
Es una fortuna para quienes sentimos que la vida humana no puede reducirse a un problema de adaptabilidad, de funcionalidad o de pragmantismo que haya existido y que aún exista (y subsista) el psicoanálisis ( y la poesía). La poesía y el psicoanálisis comparten el deseo, e incluso en estos tiempos de "alta competitividad" la necesidad nostálgica (y hasta quimérica) de develar el papel de los afectos, de las fantasías, de los miedos, de la imaginación, de la sexualidad y de la agresividad en la vida de todo ser humano.

Cuando observo las rutinas y las condiciones de vida de la inmensa mayoría de quienes vivimos en esta época histórica, pienso que nunca antes habíamos estado tan disociados entre lo que sabemos acerca de nosotros mismos como seres humanos y las condiciones de vida que nos imponemos o que se nos imponen por medio de ese ente monstruoso ( con rasgos kafkianos ) que denominamos cultura.
Ya ha sido mostrado y demostrado (y no sólo por el psicoanálisis sino incluso también por otro tipo de estudios), que para sentir que la vida vale la pena de ser vivida, los seres humanos necesitamos encontrar maneras de gratificar nuestras necesidades afectivas, emocionales y pulsionales. Sin embargo, por otro lado, la cultura insiste en hacer de nosotros "entes altamente funcionales" obligando mediante discursos y prácticas sofisticadamente cohersitivas a negar la importancia y el valor del afecto y de las emociones en nuestra vida.
En su novela Elizabeth Costello, Coetzee relata una investigación científica realizada con chimpancés por el psicólogo Wolfgang Köhler a comienzos del siglo XX. Su reflexión respecto a lo que se obtiene de dicha investigación no sólo habla acerca de la necesidad de tomar en cuenta los afectos y la vida instintiva para comprender mejor el pensamiento de los seres vivos en general, y de los seres humanos en particular, sino que, a mí manera de ver, es posible también leer este fragmento como una metáfora de la manera como muchos humanos viven actualmente su vida: con la molesta sensación física y mental de estar encerrados en una especie de zoológico o de laboratorio cultural que los ha obligado a "pensar racional, funcional e instrumentalmente" pagando el altísimo precio de olvidar, por medio de la negación, su propia vida afectiva, fantasiosa y pulsional.
Los dejo con el detallado relato pero sobre todo con el agudo - agudísimo- cuestionamiento que, por medio de su protagonista Elizabeth Costello, nos plantea Coetzee:

En mil novecientos doce, la Academia Prusiana de las Ciencias estableció en la isla de Tenerife una estación dedicada a la experimentación con las capacidades mentales de los simios, y concretamente de los chimpancés (...) uno de los científicos que trabajaba allí fue el psicólogo Wolfgang Köhler, quien en mil novecientos diecisiete publicó una monografía titulada "La mentalidad de los Simios", en la que describía sus experimentos (...) Déjenme que les cuente lo que aprendieron de su amo Wolfgang Köhler algunos de los simios de Tenerife, en concreto Sultán, su mejor alumno.
(...) Sultán está solo en su jaula. Tiene hambre. La comida que antes llegaba con regularidad ha dejado de llegar de forma inexplicable.
El hombre que antes le daba de comer y ahora ha dejado de hacerlo tiende un cable por encima de la jaula, a tres metros del suelo, y cuelga un manojo de plátanos del mismo. Luego mete tres cajas de madera en la jaula. Por fin desaparece, cerrando la puerta tras de sí, aunque no ha ido lejos, porque todavía se le puede oler.
Sultán sabe que ahora se espera de él que piense. Por eso están los plátanos ahí arriba. Los plátanos están ahí para hacerlo pensar a uno, para espolearlo a uno hasta los límites de su raciocinio. Pero ¿qué hay que pensar? Uno piensa: ¿Qué he hecho? ¿Por qué he dejado de caerle bien? Uno piensa: ¿Por qué ya no quiere estas cajas? Pero ninguno de estos pensamientos es adecuado. Incluso un pensamiento más complicado - por ejemplo: ¿Qué problema tiene? ¿Qué idea equivocada tiene de mí que le lleva a creer que me resulta más fácil coger un plátano que cuelga de un cable que recoger un plátano del suelo? - resulta erróneo. El pensamiento adecuado es: ¿Cómo se pueden usar las cajas para llegar a los plátanos?
Sultán arrastra las cajas hasta que están debajo de los plátanos, las amontona una sobre la otra, sube a la torre que ha construido y descuelga los plátanos.
Y piensa: ¿Dejará ahora de castigarme?
(...) Mientras Sultán tiene pensamientos equivocados se muere de hambre. Pasa hambre y los retorcijones de sus tripas son tan intensos y abrumadores que no le queda más remedio que tener el pensamiento correcto, es decir, cómo llegar hasta los plátanos. De esta forma se examinan los límites de la capacidad mental del chimpancé.
(...) Y en la medida en que el experimentador complejiza la tarea, se obliga cada vez a Sultán a tener el pensamiento menos interesante. De la pureza de la especulación (¿Por qué se comportan así los hombres?) se lo empuja incansablemente a una razón instrumental inferior y práctica (¿Cómo se usa esto para coger aquello?) y por tanto a la aceptación de uno mismo básicamente como organismo con un apetito que necesita ser satisfecho.
(...) Es probable que Wolfgang Köhler fuera un buen hombre. Un buen hombre, pero no un poeta.
(...) En lo más profundo de su ser, a Sultán no le interesa el problema de los plátanos. Solamente le obliga a concentrarse en el mismo la reglamentación obsesiva del experimentador. La cuestión que le ocupa verdaderamente, igual que ocupa al gato y al ratón y a cualquier otro animal atrapado en el infierno del laboratorio o del zoo es: ¿Dónde está mi casa y cómo llego a ella?

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