domingo, 17 de mayo de 2009

Amores contrariados y memorias del cuerpo.

" Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados ".

Amores inevitables e inevitablemente contrariados. ¿Qué nos dejan? ¿Y en qué lugar lo dejan? Supongo que en islas desiertas donde se intersectaron alguna vez el alma, la mente y el cuerpo.

El olor de las almendras amargas le recuerda a Juvenal Urbino el destino de los amores contrariados. A mí, esta frase con la que García Márquez comienza su novela El Amor en los Tiempos del Cólera, me hace pensar acerca de las experiencias y sensaciones corporales que produce el amor cuando está ausente, cuando ya sólo es pasado.

Probablemente lo más doloroso de retornar mediante el recuerdo a los amores perdidos es el hecho de constatar, contrariadamente, la imposibilidad de volver a sentir vívidamente los recuerdos corporales que aquel amor produjo. Uno puede recordar, sin alterar demasiado, algunas conversaciones, ciertos momentos y hechos específicos pero, a mi modo de ver (y de sentir), la memoria del cuerpo está hecha de manera tal que sólo le es posible recordar tenue y borrosamente las sensaciones que esos amores (ya perdidos) inscribieron (en otro tiempo) en nuestro cuerpo.

A veces un olor, un sabor o una sensación traen del olvido a la memoria recuerdos de aquellos amores perdidos que yacen regados por toda la piel. Cuando por algún motivo se recuerdan las sensaciones que tuvimos al amar a alguien, buscamos a tientas los registros corporales de tales sensaciones. Buscamos a tientas y encontramos a medias, no porque el olvido sea el destino de los recuerdos corporales, sino porque es el otro quien, con su cuerpo y su presencia tiene la otra mitad de ese recuerdo sensorial que ya no estamos en capacidad de sentir de nuevo de manera diáfana en medio de nuestra propia soledad.
Quizás el cuerpo pueda guardar, y de manera casi intacta, la claridad e intensidad de las sensaciones que han quedado inscritas en la piel. Sin embargo, la separación no nos deja otra alternativa que la de vivir con una memoria corporal escindida; probablemente, para volver a experimentar nítidamente aquellas sensaciones del pasado, tendríamos que estar de nuevo con ese cuerpo que nos las produjo.

Tal vez la ruptura del amor nos resulta tan difícil no sólo porque perdemos a quien amamos sino porque también, con esa pérdida, renunciamos a la posibilidad de palpar nítidamente el código de sensaciones placenteras que ha quedado inscrito en el cuerpo.

Es como haber perdido el mapa que nos conducía a una isla exótica. El recuerdo de la isla queda instaurado en nuestra mente, pero las sensaciones ligadas a dicho recuerdo se desdibujan.

¿En dónde se queda esa memoria corporal que construimos junto a otro y a partir de la cual forjamos nuevas experiencias corporales de nosotros mismos? Supongo que ocupa un espacio vacío, supongo que se convierte en una especie de isla desierta. Imagino además que esa isla tiene como forma el contorno de ese cuerpo que alguna vez se fundió con el nuestro.




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