sábado, 18 de septiembre de 2010

La belleza: esa danza irreverente entre amor y odio



" Lo bello siempre es bizarro".  Esta contundente declaración de Baudelaire llegó a mí sin buscarla, hace quizá ya cinco años.  Llegó inesperadamente como nos llega aquello que termina siendo misteriosamente revelador en la vida.  Me encontró en una tienda de postales y allí me enigmatizó (hoy me concedo esta invención linguística).  Sé también que, cuando decidí comprarla, no alcanzaba ni a imaginar hasta qué punto esta frase llegaría a convertirse para mí en refugio e intemperie.  Escogí llevarla conmigo junto con otras postales y sólo ahora puedo ver con claridad que decidí ponerla en un lugar encubiertamente privilegiado de mi escritorio.  Desde entonces se la pasa conmigo, en algún lugar invisiblemente expuesto o escondidamente visible ... sigue ahí rondando con las cosas mías: inspiradora y absolutamente confusa para mí.
Por esa misma época encontré de una manera tan azarosa como sólo el destino puede permitírmelo un texto de Meltzer.  En ese texto Meltzer expone ideas fundamentales acerca de aquello que nos acontece psíquicamente cuando experimentamos un verdadero encuentro con la belleza.  Meltzer me permitió entender que «las experiencias emocionales más importantes, aquellas que contribuyen al desarrollo de la mente son las de orden apasionado, donde el amor, el odio y la sed de verdad son mantenidos en integración y no escindidos en objetos separados».  En cuanto se refiere a los verdaderos encuentros con la belleza,  Meltzer me permitió entrever que, amor y odio no se enfrentan, coexisten en una danza irreverente e incesante.
Hace dos semanas, y casi cinco años después de que esta frase de Baudelaire, estas ideas de Meltzer y yo nos encontráramos (re) descubrí Amor, un cuento de Clarice Lispector. Sé que para haber tenido la capacidad de oír, de manera tan nítida el eco que hoy oigo entre Baudelaire, Meltzer y este cuento de Lispector (del cual sólo transcribo algunos fragmentos) necesité no sólo de tiempo sino también de encuentros colmados de belleza.  Hoy sé que esos encuentros han tenido la capacidad de invitarme a sentirme y a reconocerme con mayor intuición y agudeza.  
Hace dos semanas este cuento me hizo oír un eco diáfano.  Hoy, mientras pienso en ese eco que oí, he vuelto a recordar ese momento de mi vida, hace cinco años, en el que empecé a preguntarme acerca de la belleza.  ¿Qué sentimos cuando lo bello nos invade?  ¿Por qué esos instantes o esas ráfagas en las que tenemos un contacto con la belleza lo remueven todo, profunda y delicadamente, y de una manera tan atroz y contundente?
La protagonista de este cuento es una mujer que, gracias a la fatalidad de quedarse viendo a un ciego en el trayecto hacia su casa termina cambiando de rumbo súbitamente, dirigiéndose arrastrada, por fuerzas que ella misma desconoce, hasta el interior del Jardín Botánico de su ciudad.  Este acto, el " acto gratuito" de haber llegado hasta ese Jardín hace que todo en ella se remueva, dulce y atrozmente.

Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde (...) Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande (...) Y de pronto, con malestar, le pareció haber caído en una emboscada.  En el Jardín se hacía un trabajo secreto que ella empezaba a advertir.
En los árboles las frutas eran negras, dulces como la miel.  En el suelo había carozos llenos de orificios, como pequeños cerebros podridos.  El banco estaba manchado de jugos violetas.  En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña.  La crudeza del mundo era tranquila.  El asesinato era profundo.  Y la muerte no era aquello que pensábamos.  
Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comérselo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes.  Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado.  Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la mujer sentía asco, y al mismo tiempo se sentía fascinada.  Los árboles estaban cargados, el mundo era tan rico que se pudría (...) La moral del Jardín era otra.  Ahora que el ciego la había guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante, sombrío, donde las victorias regias flotaban, monstruosas (...) La descomposición era profunda, perfumada (...) El Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.
(...) Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas.  El hombre poco a poco se había distanciado y, torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le habían herido los ojos.  El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba.  Con horror descubría que pertenecía a la parte fuerte del mundo (...) Un ciego me llevó hasta lo peor de mí misma, pensó espantada (...) ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas más profundas? Pero era una piedad de león.
Clarice Lispector.
Amor.

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