jueves, 30 de septiembre de 2010

El gesto amoroso


¿Por qué se llama Amor? Esa fue la pregunta que quedó rondando en mi mente después de haber terminado de leer el cuento de Clarice Lispector que lleva por título este nombre.  Este es un relato acerca de cómo transcurre un día en la vida de Ana.  Ana es una mujer casada, cariñosa con su esposo y con sus hijos y solícita en las tareas del hogar.   Justo en esa hora en que la tarde se vuelve más peligrosa, sale de su casa a comprar los ingredientes para la cena de la noche.   De camino a casa se siente inesperadamente atraída por la presencia de un ciego, y esa presencia la termina arrastrando hacia el Jardín Botánico de su ciudad.  Allí, en el Jardín Botánico, se ve irremediablemente presa de una experiencia reveladora acerca de su propia naturaleza.  En ese momento Ana reconoce la fuerza estremecedora de las pulsiones que la habitan.  ¿Qué hacer con esta revelación salvaje acerca de su propia naturaleza? Y ¿Cómo continuar, después de un hallazgo de esta magnitud, con su vida doméstica?  Al  final de este cuento Clarice Lispector me permitió intuir razones o inventar pretextos para darle un sentido al título de este cuento. Ana siente miedo (incluso me atrevería a decir que llega a sentir terror) después de regresar del Jardín Botánico.  Vuelve tan asustada como para imaginar incluso que, de ser un abejorro volando cerca de la estufa, toda la casa ardería en fuego.
Esa noche, después de haber cumplido con la rutina de la cotidianidad, sale corriendo hacia la cocina donde se sobresalta al chocar con su esposo.  Fue en este momento preciso, cuando Clarice Lispector relata este choque entre Ana y su esposo, que presencié el gesto que conviritió al amor en el verdadero protagonista de Amor: el esposo no le pregunta nada, tan sólo la siente, la mira, lee su sobresalto y descifra su miedo.  ¿Qué ocurre entonces?  Se produce el gesto amoroso: esa forma de comunicación mediante la cual le expresamos a otro ser humano, sin necesidad de palabras, no sólo que lo hemos comprendido sino también, y esto es lo más importante de esta clase de gestos, que estamos dispuestos a acogerlo en su totalidad.  El esposo toma de la mano a Ana y la lleva a la cama, no sin antes hacerle saber que, también sobre él puede recaer parte del miedo que le produjo a ella el haberse sabido viva... intensamente viva.


Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala.  Se levantó y fue a la cocina a ayudar a la sirvienta a preparar la comida.
Pero la vida la estremecía, como un frío (...)  Llevando el florero para cambiar el agua sintió el horror de la flor entregándose lánguida y asquerosa en sus manos (...) Caminaba de un lado a otro en la cocina, cortando los filetes, batiendo la crema (...) Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor.  Entre los dos senos corría el sudor.  La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.
(...) Finalmente, después de la comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas.  Ellos rodeaban la mesa, en familia.  Cansados del día, felices al no discutir, bien dispuestos a no ver defectos.  Se reían de todo, con el corazón bondadoso y humano.  Y como una mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes de que desapareciera para siempre.
Después, cuando todos se fueron y los chicos estaban acostados, se convirtió en una mujer tosca que miraba por la ventana.  La ciudad estaba adormecida y caliente.  Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? (...) Pero con una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que las victorias regias flotasen en la oscuridad del lago.  El ciego pendía entre los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera un abejorro de la estufa, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.
- Qué fue? - gritó vibrando toda ella.
Él se asustó con el miedo de la mujer.  Y de repente rió entendiendo:
- No fue nada - dijo - soy un descuidado.
Él parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el extraño rostro de Ana, la obersvó con mayor atención.  Después la atrajo hacia sí, en rápido abrazo.
- ¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.
-Deja que por lo menos me suceda que la estufa explote - respondió él, sonriendo.
Ella continuó sin fuerza en sus brazos.  Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
- Es hora de dormir - dijo él-, es tarde.
En un gesto que no era el suyo, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer llevándola consigo sin mirar hacia atrás, alejándola del peligro de vivir.
Había terminado el vértigo de la bondad.
Y, si había atravesado el amor y su infierno, ahora se peinaba frente al espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón.  Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.


Amor.
Clarice Lispector

No hay comentarios:

Publicar un comentario